Por. Karol Bolaños
Estaba mirando por la ventana, la agitación del momento me invitó a perderme en el horizonte.
Se trataba de la usual forma de vivir realidades paralelas, esas en las que se necesita tener el cuerpo en un lado y la mente en otro.
Admito; a veces, es ensordecedor el ruido; en otras ocasiones, son abrumadoras las opiniones; sin lugar a dudas, no falta el aburrimiento por el vacío de las discusiones o simplemente se trata de la desconexión de las almas en el intercambio de historias.
En fin, todo sea para no morir en el intento de ser sí misma y evitar pecar hablando pendejadas por exceso.
Busco razones para no ser inhumana, insensible o ingrata al pensar en sucias vanidades, pero es inevitable. Así soy, egocéntrica o nula en las relaciones interpersonales.
Aquel día sólo veía venir una serie de chistes vanidosos, petulancia disfrazada de sobriedad, asombros inocuos y comparaciones aberrantes.
Entonces, mis ojos quedaron fijos en el cristal, mi mirada quedó anclada en la profundidad del cielo oscuro, iluminado por una luna enorme teñida de rojo carmín y un sin fin de estrellas tiltileantes.
¡Qué bonito escapar de la mala suerte de asistir a una conferencia para la que no compraste boleto a cuenta de la belleza!